CAPITULO 04 CUARTA ETAPA

04 CUARTA ETAPA
De Espiel a Peñarroya
Me levanté sobre las siete de la mañana; me arreglé, metí todo de nuevo en el macuto (¡el trabajo que me costó). ¡Tenía las correas del macuto clavadas en los hombros! Y los pies, ¡parecían los de un santo Cristo! de tanta mercromina como me había puesto. Pero, al menos, no me dolían. Todo en orden, me dispuse a seguir el camino hacia Peñarroya. Así, pues, hice como me dijo el Párroco: dejé las llaves dentro y tiré de la puerta. Cuando salí de Espiel, la carretera tiene una bajada muy pronunciada. La bajé en un momento… ¡Claro, cuesta abajo se anda divino! Tenía la sensación de que algo se me olvidaba, hasta que me di cuenta, después de un buen rato andando, de qué era lo que había olvidado: la botella del agua… ¡Era tanta la sed que tenía! ¡Los callos de la noche anterior…! ¡Y los cigarrillos que me había fumado…! “Bueno, me dije, ya encontraré algo abierto por la carretera”. Paso por encima de un riachuelo; intento bajar a coger un poco de agua, pero todo estaba alambrado y no me pude cercar al agua. “Bueno, espero encontrar algo abierto por el camino, si no, me voy a deshidratar…” ¡Qué va! Ni un alma, ni un árbol, ni una casa; sólo sol, sol de julio a eso de mediodía, en lo alto de la cabeza…, y los callos de anoche…, ¡dando guerra…! Los coches pasaban a ciento cincuenta por hora, ¡por lo menos!, calentando más aún el ambiente. Me había encontrado una botella vacía y vieja y arrugada; yo se la enseñaba a los coches que pasaban como una flecha… para que se dieran cuenta de que no tenía agua…, pero ¡ca!, no se paraba nadie. Cada vez tenía más resecos los labios; lo bastante que tengas sed y no tengas agua, para que dé más sed. Los labios se me estaban empezando a agrietar. Yo estaba sudando, pero tenía frío; me estaba empezando a asustar. Los coches seguían pasando; ni siquiera te miraban. ¡Yo no lo he pasado nunca tan mal! “Me estoy deshidratando…”, pensé. Mi única esperanza eran los coches: que alguno parara y me llevara a donde hubiera agua… Yo les seguí enseñando la botella vacía, boca abajo, para que captaran lo que quería decirles… Serían las dos y media; me senté en una piedra; la boca la tenía seca; me estaba mareando, y no se veía ninguna casa, ni Bar, ni surtidor… Calculé que habría andado unos quince kilómetros. El sol pegaba fuerte… Me eché las manos en la cara, llorando, cuando un coche se para; se baja un hombre, se me acerca y me da una botella de agua, llena, muy fría… Me puse a beber ansioso, cuando oigo una voz que me dice: - Lo vimos que ponía la botella de agua, vacía, boca abajo, y supusimos que no tenía agua y que la necesitaba… En El Vacar nos paramos a comprar pan y nos dijeron que un peregrino había dormido la noche de antes en el Colegio… - ¡Ése es el que hemos visto en el camino! ¡Y no tiene agua! – terció la mujer. - Entonces, ¡no hay tiempo que perder!- aclaró el marido- Déme una botella de agua fría, que vamos a llevársela. Así que hemos dado la vuelta, y ¡aquí estamos! ¿Se encuentra Ud. bien? ¡Yo no podía ni hablar! Tenía los ojos anegados en lágrimas de gratitud. Le di un abrazo, y noté que él también estaba llorando. Cuando ya estuve en condiciones de darle las gracias, ya se había montado rápidamente en su coche y había arrancado bruscamente: ¡estaba emocionado…! ¡Dios se lo pague! Me dije para mí: “Juro que el primer Padre Nuestro que le rece a Santiago, será para este buen hombre. Él sí ha cumplido, ¡de verdad! eso de “dar de beber al sediento”. ¡Que Dios se lo tenga en cuenta! Yo no sé ni cómo se llama, pero Él ¡vaya si lo sabe!” Reconfortado, tanto por el agua, como por el gesto de un “buen samaritano”, seguí andando. Caminar, caminar… Pasé por Bélmez, donde me sellaron mi librito la Policía Municipal. Sobre las ocho de la tarde, llegué a Peñarroya, ¡bonito pueblo donde los haya! . Iba andando por una calle, cuando oigo que me llaman. Me giro hacia el lugar de donde me llamaban; había un señor, sonriente, mirándome y que se dirige a mí, diciéndome: - Perdone, señor. Me llamo Agustín Navarro Sosa; soy de Peñarroya, soy periodista y trabajo para el periódico. Aquí tiene mi tarjeta. Cogí la tarjeta con el nombre que me había dicho, y, en efecto, era periodista de El Periódico. Me guaseé: - Ah, así que el periódico para el que trabaja se llama El Periódico, ¿no?, je, je, muy ingenioso… Nos reímos los dos. Continuó preguntándome: - Creo, señor, que es Ud. un peregrino; de vez en cuando, vemos algunos por aquí. ¿Le importaría que le hiciéramos algunas preguntas? - ¡Bueno! – consentí - No me importa, pero les pongo una condición… Que me envíen un ejemplar del periódico donde salga la entrevista a mi casa en Córdoba, para que yo pueda leerla cuando vuelva de haber hecho El Camino de Santiago. - ¡Bien! – me aclararon – No hay problema. Nos da ahora su dirección en Córdoba y nosotros se lo enviamos. ¿Hecho? - De acuerdo – terminé. Me hicieron varias fotos; me preguntaron un montón de cosas; se interesaban mucho por todo lo que me iba pasando…; les conté lo del agua de ese mismo día, y lo del señor que volvió para traerme agua… Les enseñé los labios, aún resecos; se asombraron de cómo los llevaba; me dieron un barrita que parecía cacao, pero era blanca, posiblemente vaselina, para que me la untara en los labios. Me la unté, y parece que se aliviaron algo; al menos, se suavizaron. Me quité el macuto, porque me molestaba, y les enseñé los surcos de las correas del macuto en los hombros. - ¡Qué barbaridad! ¿Cómo puede Ud. aguantar eso? – se asombraron - ¿Cuánto le pesa el macuto? Todo lo que lleva, ¿lo necesita Ud.? - Qué va; - decidí yo – Casi nada de lo que llevo me sirve para nada. - Pues, entonces, sáquelo y déjelo Ud. aquí; - me aconsejaron – Mire, el redactor del periódico va todos los días a Córdoba. Él se lo puede llevar a su casa. ¡Es una buena idea…! Estábamos comentando sobre la idea de librarme de un poco de peso del macuto, mandando a Córdoba las cosas que no me hacían falta, cuando pasó un coche de SEUR. - Miren, - me alegré - yo tengo un yerno que trabaja en SEUR, es uno de sus directivos. Pararon al muchacho y le preguntaron si él podía enviar un paquete con la ropa inservible a Córdoba. Dijo que sí, que no había ningún problema. Él mismo buscó una caja; guardamos la ropa dentro de la caja, la precintó, puso la dirección, le dimos las gracias y se fue. ¡Qué alivio! El macuto que pesaba más de treinta kilos, se quedó con apenas diez kilos… ¡Eso sí era una liberación…! Cuando volví a coger el macuto, ¡no me lo creía! ¡Qué a gustito me quedé! Me estaba despidiendo de los periodistas, cuando me acordé dónde iba yo a dormir esa noche, así que se lo pregunté.. Me dijeron que en Peñarroya hay un albergue para esto fines. Me dieron la dirección, les di las gracias y me marché en busca del albergue. El albergue resultó ser una casita muy bonita, con una cancela preciosa. Me tomaron los datos y me dieron una cama. Puse mi macuto encima de la cama, ¡no me lo creía!, no pesaba nada, ¡eso era un milagro! Me dispuse a acostarme, pero la señora del albergue me dijo muy amable: - ¿No come nada? - No, señora; - respondí yo – no tengo comida - Pero, hombre de Dios, ¿no sabe Ud. que en los albergues les damos de comer a los indigentes? – protestó la señora – Tenga un vale; vaya al restaurante que se indica en el vale, y que le den de comer. Yo les di las gracias (porque habían aparecido otras señoras) y me fui al restaurante a comer. Cuando terminé de comer, volví al albergue y me metí en la cama. ¡Hacía un calor tremendo! Le pregunté a una de las señoras si podía dormir en el patio. Me dijeron que sí. Me salí al patio, desenlié mi saco, me metí dentro, y me quedé dormido, como siempre digo, como un lirón.

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AGRADECIMIENTO ESPECIAL

A: Alfonso Leon Luque, Por la correccion de todo el texto.